lunes, 12 de julio de 2010

Las distancias...

Las distancias...

Será por eso, porque los dos llegaron al lugar cargados con su historia, porque
los dos llegaron al beso con el mismo hermetismo, encerrándolo adentro de la
piel.
No se entregaron.
Hubo un intento, apenas un intento.
Un barco que quiso llegar a puerto pero se dejó arrastrar corriente aguera,
hacia cualquier tormenta, o hacia la misma tormenta de siempre.
Ella llevaba en sí largas caminatas por mañanas de sol, desolados cansancios
de tardes amarillas, el oído alerta para la llamada del despertador, la mano
preparada para sacar el boleto del tren del bolsillo interior de la cartera, la
lengua fría por un helado de frutilla saboreado sin prisa.
Él llevaba pegado a sus talones el polvo de las mismas baldosas andadas y
desandadas varias veces al día, un aplazo en un examen de la Facultad, cinco
novias distintas y repetidas hasta el aburrimiento, las ganas de no haber
devuelto, aquella vez, la billetera que encontró en la calle.
Y además llevaban otras cosas.
Ropas que fueron usadas y después regaladas.
Canciones de moda que se les pegaron y canturrearon bajo la ducha, quizás
las mismas canciones a un mismo tiempo, pero en lugares diferentes.
Tal vez algún asomo de alegría vivido a un tiempo, pero separados.
Tal vez alguna tristeza inmensa en una misma noche, pero bajo techos
distintos.
Lo sabían todo el uno del otro.
¿Qué puede haber de misterioso en la vida de una persona?
Y, sin embargo, no sabían nada, porque ignoraban nombres y fechas y lugares
donde habían pasado los veranos.
Hubieran tenido que contarse todo.
Hubieran tenido que hacer una larga lista de cosas, de sorpresas, de lágrimas, de sonrisas, de sobresaltos, agonías, desencantos, temores, de películas y
libros y poemas sabidos de memoria, de casualidades, descubrimientos, de
aceptación y de rechazo. Hubieran tenido que pronunciar cientos de miles de
palabras que fueran descascarando la soledad hasta dejar el cuerpo preparado
para la entrega, para la confianza. Hubieran tenido que atreverse a jugar una
carta, el todo por el todo, quitarse la máscara, esconder la reverencia, decir la
verdad, sea cual fuere, mostrar las lastimaduras, las arrugas, las vetas de oro,
las napas de barro.
Pero no se animaron.
Les faltó valor.
Ellos dijeron que les faltó tiempo. Pero les faltó valor.
Estaban engolosinados en su propia tristeza, estaban prisioneros bajo el
caparazón de la comodidad, no querían tomarse el trabajo de quitarse los siete
velos y ver la desnudez de la felicidad... porque temían que después del
séptimo velo apareciera de nuevo la soledad, la terrible, la zorra, despiadada.
Y entonces caminaron juntos unos pasos. Y entonces se estrecharon fuerte, se besaron, cerrando los ojos porque cada uno quería mirarse a sí mismo, nada
más que a sí mismo y no al otro.
Estuvieron acariciando el límite, lo exterior, la impenetrable puerta, la puerta
con cien cerrojos; y ninguno de los dos quiso buscar las llaves, ninguno de los
dos quiso empezar a abrir, ninguno de los dos quiso saber que había en
realidad detrás de la puerta que los separaba.
Por eso fracasó el encuentro.
Porque cada uno fue a encontrarse consigo mismo.
Porque cada uno fue a alimentar con llanto su propia soledad.
Porque cada uno llevó a su distancia y la puso en el medio.
Y a pesar de los besos, y a pesar de ser un hombre y una mujer llenos de
posibilidades, se dijeron adiós y lloraron, pensando que lloraban por decirse
adiós, pero sabiendo que cada uno lloraba por sus viejos dolores, otros
adioses, por otros intentos y otras historias. Y porque ya nunca podrían borrar
las distancias que los separarían de ellos y de los otros que quisieran, alguna
vez, acercarse a ellos.

Memoria de ceniza...

Memoria de ceniza...

-Cuando se te pase me llamás, ¿eh, loquita?
Pero ella se quedaba allí, recostada, en la puerta, sin moverse, sin responder,
sollozando ahogadamente y con la cara mojada de llanto.
- ¿Me escuchaste?... No llorés más. Pero mirá que tenés facilidad para llorar.
Ahora andá, andá. Y cuando se te pase llamame, ¿estamos? Ya que no querés
decirme por qué llorás…
Entonces te encogiste de hombros, la dejaste con sus ojos despintados y sus
brazos cruzados en el pecho, como protegiéndose, como acunándose con
miedo, y empezaste a vestirte. La camisa, la corbata, el comprimido de las
cuatro de la tarde, las medias, los zapatos, mojarte bien el pelo y pasarte el
peine, el saco.
- Vamos, a las cuatro y media tengo que estar en un lado.
Te siguió mansamente. Ni siquiera te preguntaste por qué. Por qué lloraba, por
qué te siguió, por qué seguía teniendo los ojos húmedos cuando paraste el taxi
y la hiciste subir para que regresara a su casa.
Solamente balbuceaste, a modo de despedida:
- Algún día me vas a contar por qué lloraste.
Contarte.
¿Acaso vos no sabías?... Si cuando la conociste lo primero que te llamó la
atención fue ese hueco de soledad que la rodeaba como un vidrio, y esa voz
empecinada en nombrar cosas sin importancia como para poner un manto
sobre lo que verdaderamente debía decirte. Y, además, ella te mostró su
tristeza, como se muestra una herida, y vos miraste, te hundiste en ese abismo,
quisiste sumergirte allí, dijiste que tu mano estaría siempre tendida, que la
querías.
Lo creyó. Necesitaba creerlo.
Hablaron de las cosas que los habían tenido prisioneros: a ella, el desamparo,
el abandono, temprana orfandad. A vos, una enfermedad respiratoria que casi
te mata.
Y entonces se sintieron libres para el amor, estremecidos por el roce la piel,
vestales de un fuego incandescente y necesariamente eterno.
Ella apoyó su cabeza sobre tu pecho y oyó latir tu corazón como si le latiera
dentro de su cuerpo.
Ella recostó su soledad en tu ternura, y sintió que no estaba sola, que nunca
más estaría sola… ¿te das cuenta? Tu amor la cubriría como una enredadera,
tu aliento humedecería el aire para que ella navegara en un oleaje tibio y azul,
sin tocar las espinas del suelo, sin dolores, sin frío, sin ausencias… toda entera
de temblor y luna, de risa recién nacida, de ganas de vivir, de contarle a todo el
mundo que te había encontrado, que estaba enamorada de vos, que la querías… que le compraste un ramo de violetas bajo la llovizna, una tarde, en
Corrientes y Pellegrini, que…
Pero no voy a hacer la lista de esas pequeñas alegrías que ella magnificó hasta
el delirio.
Porque, seguramente, vos ya ni te acordás de las violetas, ni de la carta que
escribió en tu libreta de anotaciones, entre números de teléfono y nombres de
personas importantes.
Ni te acordás de sus cortas confesiones (o te acordás de algunas, pero
solamente un poco…), esas que te hizo con la garganta apretada y un miedo
terrible de que no la entendieras o no te importara.
- Cuando se te pase me llamás, ¿eh, loquita?
Cuando se le pase qué. Eso nunca se pasa, a veces se adormece, pero está
latente en el fondo, debajo de la risa, debajo del entusiasmo, debajo de las
espirales que dibuja la vida cotidiana.
- Algún día me vas a contar por qué lloraste.
Y si te lo tiene que contar, ¿de qué le servirá hacerlo?
Si no te diste cuenta vos solo, sin que te diga nada… si te lo tiene que decir
para que lo comprendas, para que lo sepas…, entonces…, todo lo que ella
creyó devotamente no fue más que un invento, un espejismo como
consecuencia de su enorme desierto; una mentira con la bella forma de una
flor, con el mágico perfume de una flor…, pero hecha en papel viejo, que se vuelve ceniza ni bien lo tocan los ojos.
Y bueno, que se aguante (lo pensás, ¿No es cierto?).
Se inventó siempre tantas cosas…
Se inventó, por ejemplo, un corazón grande como una casa y ahora se pasea
por su corazón como una habitación vacía… donde sólo resuena el eco de sus
pasos.

Por este hombre...

Por este hombre de manos como nidos yo recorrí todos los caminos, caí en los precipicios, me zambullí en los lagos y en los mares, me volví loca de sed en los desiertos, me abrasé en el trópico, fui enceguecida por el reflejo de la luz sobre las nieves perennes.
Por este hombre de frecuente sonrisa blasfemé, grité, mordí, me diferencié bien poco de las bestias.
Por este hombre de tranquilos gestos llegué a pensar que Dios era mentira.
Por este hombre que miraba asombrado la tristeza en mi rostro.
Por este hombre que no entendía el motivo de mis llantos.
Por este hombre que huía de mis explosiones y se encerraba en un sueño que lo aislaba de mi dura realidad.
Por este hombre yo he pasado noches levantadas, maquinando venganza al mirarlo dormir como si nada de mí le interesara.
Por este hombre conocí las luciérnagas que se encienden en la sangre y producen una hoguera en el territorio del cuerpo enamorado.
Y aprendí también a castigar dicéndole que no.
Y aprendí la soledad, el empecinamiento, la rabia, la rutina, la garganta ahogada, los celos, la desconfianza, el miedo, los reproches, las espinas, la sal.
Por este hombre conocí la bruma, la oscuridad, la asfixia.
Por este hombre no me quedé quieta desde el día en que decidimos intentar todo juntos.
No tuve reposo, ni quietud.
No tuve tiempo para otra cosa que no fuera exigirle, exigirme, pedirle, darle, quitarle, obligarlo a recibir.
Por este hombre de voz pausada y ojos comprensivos ya no me queda nada por conocer.
Todas las tramas, todas las redes, todas las cadenas, todos los matices.
Y soy una mujer igual a todas.
Y él un hombre muy parecido a todos.
Y la nuestra, una historia que se repite a diario, una historia que se escucha y se huele detrás de las puertas cerradas y las persianas bajas. la historia que comienza a entretejerse cuando los platos de la mesa quedan limpios y los niños se duermen.
La historia con iniciales de cansancio, que a cada uno le parece única, irrepetible, diferente.
Es la historia de la falta de tiempo para estar juntos. La historia del cansancio y el sueño. La historia de ser jóvenes y tener que luchar por el futuro.
Y él no entiende por qué una es tan dramática.
Y él no entiende por qué una le da importancia a cosas pequeñitas como el olvido de una rosa.
Y una lo ve un monstruo frío, sin compasión ni sentimientos.
Y él la ve a una imposible, incapaz de aceptarlo, de conocerlo.
Y el orgullo de ambos, el empecinamiento, la fatiga, las heridas constantes van dibujando un límite que separa...; primero puntos suspensivos, como los de los mapas; después, un hilo de agua; por fin, una montaña.
¿Y dónde están los que una vez sintieron que no podían vivir separados?
¿Dónde están los que temblaban cuando sus manos se rozaban apenas?
¿Dónde están los que recibían la madrugada conversando?
Allí, a cada lado de la montaña, solos.
Cuestión de dar un paso y voltearla.
Cuestión de hacer caer la piedra con los llantos.
Cuestión de desviar el curso de los ríos para que la echen abajo.
Sólo bastó que yo le entregara mis ojos mansamente y lo dejara mirarme en ellos.
Que se ablandara mi tensión, y mi cuerpo reconociera en él al dios, al mago.
Que refloreciera mi ternura.
Que dejara fluir naturalmente mis palabras, mis pensamientos, mis ganas.
Por este hombre de manos como nidos. Por este hombre de tranquilos gestos. Por este hombre de voz pausada y ojos comprensivos, conozco la felicidad, la paz, la suerte de haber llegado a un puerto sin tormentas, a una orilla de luz, a una permanente construcción, a un encuentro en el que nos reconocemos y nos necesitamos.

Un llanto azul...

Un llanto azul

Me he cepillado el pelo hasta dejarlo brillante, me he puesto mi vestido verde, el que te gusta, y he cruzado la plaza para llenarme los ojos con esa luz que se cuela entre las copas de los árboles y deja dos escarabajos de oro en mis pupilas. Porque voy a verte.
Porque voy a verte aún sabiendo que es para decirte adiós, para que me digas adiós, para que me aprietes las manos entre las tuyas y me hables del amor que ha crecido entre nosotros, pero no es una enredadera que da campanillas violáceas sino una hiedra oscura, que nunca sabrá de flores.
Sé todo lo que va a ocurrir.
Rodará un llanto azul por mi mejilla.
La nombrarás para sentirte menos culpable. Hablarás de ella, de sus años de fervor y entrega, de las tranquilas paredes de tu casa, sacudidas por las pequeñas manchas que les hicieron las manos de tus hijos. hablarás también de ellos: dirás sus nombres con vos trémula, y yo me enterneceré y los acunaré en mi mente, como si me pertenecieran.
Es tu "yo pecador" hablarme de eso, después de haber soltado amarras, después de haber viajado conmigo entre tus brazos por un mar de ángeles sentenciosos y risas asfixiadas por tus besos y vientos de fuego quemándose en la sencilla y honda ceremonia de la pasión y el estremecimiento. Cuando me confesaste que no eras libre, ya estaba enamorada de vos, ya me querías.
Sentí que el universo se vaciaba y me tragaba en sucesivos terremotos; que me hundía buscando donde apoyar los pies.
Pero te quiero, dijiste.
Y la tierra volvió bajo mis pies, se cerraron las grietas, se soldaron los abismos, todas las cosas volvieron a su lugar.
Tan sólo una pátina gris sobre mi vida, sobre mi cuerpo, oscureciéndose, aplastando mis movimientos hasta volverlos lentos gestos de autómata.
Pero te quiero..
Me colgué de esas tres palabras para no morir. Entonces empezó la ansiedad de nuestros encuentros. Empezaste a nombrarla cada vez, a amarla para mí, para que supiera sus colores, sus actos, su forma de pensar.
Tan distinta a mí. Tan distante de vos y, sin embargo, teniéndote. Porque vos no sabías, que era ella y no yo quien te tenía.
Y yo lo fui sabiendo, sin querer, sin proponerme saber, lo fui sabiendo día a día y fui ocultándotelo con miedo de que lo advirtieras.
Mientras no lo supieras me albergarías en un rincón de tu ser y de tu mente, y seguirías pensando que yo era tu motor, que yo era la corriente de luz que te impulsaba, tu oasis, tu huerto y engalanado de frutos para el hambre y arroyos para la sed.
Egoísta, aferrada, empecinada, recortándote con el filoso cuchillo de la posesión, recortándote de tu estampa familiar en la que ellos te rodeaban, para alargar mi agonía.
¿ En qué momento descubre el árbol que su verdad es la raíz y no el libre ramaje que lo acerca al cielo y lo agita en el aire?...
¿ En qué momento ibas a darte cuenta de esto?. Unas semanas más y sucedió.
Era lo inevitable, lo esperado con miedo, lo presentido, eran los fantasmas corporizándose.
Me llamaste con una voz triste, pero segura y firme:
Tengo que hablar con vos, por última vez....
Bueno....
Mañana, Ana; a las tres de la tarde...
Y hoy es mañana.
Rodará un llanto azul por mi mejilla en el momento del adiós. Rodará un llanto azul por tu mejilla en el momento de la verdad.
¿Por qué entonces este afán de gustarte, este cruzar la plaza para llenarme de luz dando la hora del encuentro, si sé que va a ser el último y nunca más, nunca, nunca más volveré a verte, volveré a estrecharme contra vos?.
Voy a morir un poco y me acicalo.
Voy al entierro de mi luz y me ilumino.
Voy al martirio y río.
Azucaro el café, lo siento amargo.
Tiemblo, te quiero.
Voy a evitarte una tortura.
Voy a hacer algo por el amor que me recorre, que me aprieta frente al límite del olvido.
Llamo al mozo, pago mi café.
Huyo. Huyo de este lugar y del encuentro.
Me esperarás en vano. No verás mis ojos mojados. No tendrás que decirme tu discurso de despedida.
No responderé tus llamados, si me llamás.
Ya ves, te facilito tu tarea, evito que te conviertas en mi verdugo.
No es un acto de arrojo solamente; es una forma de inventarme la manera de creer que hubiera rodado un llanto azul por tu mejilla en el momento de la despedida. Un llanto azul por mí.
Un llanto azul.
Porque si voy y estás sereno y duro, si voy y tus ojos permanecen secos, será la muerte verdadera, así... puedo llenar de azul este recuerdo...
De un llanto azul, un llanto azul por mí...

Poldy Bird

Si lo que muere es el amor...

Si lo que muere es el amor...

He estado cuidando de la muerte tantas cosas... Cosas que podrían parecer tontas e intrascendente, cosas sin importancia... Y sin embargo, por ellas yo estaba atada a y vos rumiabas tu aburrimiento en las tardes interminables.

También vos cuidabas cosas de la muerte. Lo sé. Es doloroso, pero hay que decirlo.

Somos egoístas.

No me quedaba a tu lado por
, no te quedabas a mi lado por mí...

Sabíamos que el amor había pasado. Escuchamos el rumor de sus alas de gaviota
cuado el amor se alejó mar adentro, cielo adentro, mundo adentro, para deshacerse lejos de nuestros ojos.

¿Qué hicimos por impedirlo? Nada.

No se puede hacer nada para impedir que se astille, que se quiebre, que se muera el amor.

Cuando el amor se enferma, ya se sabe que no tiene remedio, que está fatalmente condenado.

El amor, el bello amor, tan frágil, tan indefenso, sin embargo.

Tan pronto se quema o se congela. Arde o tirita de frío. Pero es libre, no quiere ser guiado ni formado.

Un empujón lo lastima, lo saca de su cauce, lo arruina.

El amor, el bello amor...

Lo tuvimos con nosotros y no supimos mantenerlo vivo. Lo enfermamos de silencio, de costumbre, de aburrimiento. Lo herimos con el cuchillo de la soberbia, del orgullo, del
resentimiento.

Pero lo que más debe haberle dolido fue nuestro empeño en no dejarlo morir. Nuestros manoteos en el aire buscando la manera de prolongar su agonía.

Le inyectamos palabras, palabras, palabras...

Lo emplazamos con promesas de felicidad. Nos turbamos para nombrarlo con voces de mártires. Y el que más sufría era él...

En su nombre herimos, en su nombre nos volvemos egoístas y crueles. Por salvar el amor... -- decimos cómodamente echados sobre la costumbre, protegidos por la campana de vidrio de nuestra indiferencia, por el temblor de los otros--.

Por salvar el amor... sigo así.

Es triste, es muy triste... pero no estuvimos tratando de salvar el amor, sino otras cosas que iban a morir si el amor se moría.

Por ejemplo: el recuerdo...

Recuerdos que ya después no sirven para nada. Lágrimas que fueron derramadas y que después de la muerte del amor que las inspiró... tampoco sirven para nada...

Sonrisas y caricias que quedan planeando en el aire. Sin sentido.

Un tiempo de nuestro tiempo vivido en vano.

Eso es lo que no toleramos. Eso es lo que queremos salvar, y no el amor.

Queremos salvar
egoístamente nuestros preciosos minutos, el precioso aliento que gastamos en pronunciar palabras, el calor que emanó nuestra piel al estar cerca de otra piel.

Hemos estado cuidando de la muerte tantas cosas...

Cosas sin importancia. Y sin embargo, por ellas yo estaba atada a
y vos rumiabas tu aburrimiento en tardes interminables.

Por algunos programas de televisión que vimos juntos por las noches. Por algunos veranos de sol en los que corrimos por las playas doradas tomados de la mano. Por un ramo de violetas que me regalaste un invierno, hace mucho... Por las corbatas que te regalaba para tu cumpleaños. Por las frases que callamos porque ya estaban sobreentendidas. Por la rabia sorda que de vez en cuando nos invadía y hacía que nos odiáramos ferozmente. Por algunas discusiones que finalmente terminaban en nada, en un gran cansancio y en un cigarrillo fumado lentamente.

Nos ataban esas cosas, no el amor.

¿En qué momento murió el amor? Yo no lo sé. Tampoco vos lo
sabés.

Tal vez la última estocada se la dimos aquella tarde de lluvia a la salida del cine, cuando nos separamos en la esquina, como dos viejos amigos, y cada uno se fue a caminar por su lado.

O no. No.

Quizá fue esa noche en que descubrimos (sin osar decirlo) que ya no nos deseábamos, que una oscura amargura había tomado el lugar del deseo en nuestro cuerpos.

¿Quién sabe...? Es algo que no se puede decir con exactitud.

No me quedaba a tu lado por
. No te quedabas a mi lado por mí. Nos quedábamos juntos para no tomarnos el duro trabajo de enumerar verdades y aceptarlas, hacer nuestras valijas y marcharnos.

Lo que muere puede salvarse si lo que muere es una planta o una persona. Pero si lo que muere es el amor, morirá irremediablemente.

Venciendo la inercia preparé mi maleta, te escribí esta breve carta de despedida que encontrarás sobre tu
mesita de luz. Esta carta que te evitará el esfuerzo de tomar la decisión final.

Mañana o pasado dirás, seguramente: "Es una pena que Claudia no haya intentado salvar el amor..."

Lo dirás sabiendo que no hubiera sido posible salvarlo.

Lo dirás para no sentirte tan mal, tan mal como me siento yo...

Poldy Bird