lunes, 12 de julio de 2010

Memoria de ceniza...

Memoria de ceniza...

-Cuando se te pase me llamás, ¿eh, loquita?
Pero ella se quedaba allí, recostada, en la puerta, sin moverse, sin responder,
sollozando ahogadamente y con la cara mojada de llanto.
- ¿Me escuchaste?... No llorés más. Pero mirá que tenés facilidad para llorar.
Ahora andá, andá. Y cuando se te pase llamame, ¿estamos? Ya que no querés
decirme por qué llorás…
Entonces te encogiste de hombros, la dejaste con sus ojos despintados y sus
brazos cruzados en el pecho, como protegiéndose, como acunándose con
miedo, y empezaste a vestirte. La camisa, la corbata, el comprimido de las
cuatro de la tarde, las medias, los zapatos, mojarte bien el pelo y pasarte el
peine, el saco.
- Vamos, a las cuatro y media tengo que estar en un lado.
Te siguió mansamente. Ni siquiera te preguntaste por qué. Por qué lloraba, por
qué te siguió, por qué seguía teniendo los ojos húmedos cuando paraste el taxi
y la hiciste subir para que regresara a su casa.
Solamente balbuceaste, a modo de despedida:
- Algún día me vas a contar por qué lloraste.
Contarte.
¿Acaso vos no sabías?... Si cuando la conociste lo primero que te llamó la
atención fue ese hueco de soledad que la rodeaba como un vidrio, y esa voz
empecinada en nombrar cosas sin importancia como para poner un manto
sobre lo que verdaderamente debía decirte. Y, además, ella te mostró su
tristeza, como se muestra una herida, y vos miraste, te hundiste en ese abismo,
quisiste sumergirte allí, dijiste que tu mano estaría siempre tendida, que la
querías.
Lo creyó. Necesitaba creerlo.
Hablaron de las cosas que los habían tenido prisioneros: a ella, el desamparo,
el abandono, temprana orfandad. A vos, una enfermedad respiratoria que casi
te mata.
Y entonces se sintieron libres para el amor, estremecidos por el roce la piel,
vestales de un fuego incandescente y necesariamente eterno.
Ella apoyó su cabeza sobre tu pecho y oyó latir tu corazón como si le latiera
dentro de su cuerpo.
Ella recostó su soledad en tu ternura, y sintió que no estaba sola, que nunca
más estaría sola… ¿te das cuenta? Tu amor la cubriría como una enredadera,
tu aliento humedecería el aire para que ella navegara en un oleaje tibio y azul,
sin tocar las espinas del suelo, sin dolores, sin frío, sin ausencias… toda entera
de temblor y luna, de risa recién nacida, de ganas de vivir, de contarle a todo el
mundo que te había encontrado, que estaba enamorada de vos, que la querías… que le compraste un ramo de violetas bajo la llovizna, una tarde, en
Corrientes y Pellegrini, que…
Pero no voy a hacer la lista de esas pequeñas alegrías que ella magnificó hasta
el delirio.
Porque, seguramente, vos ya ni te acordás de las violetas, ni de la carta que
escribió en tu libreta de anotaciones, entre números de teléfono y nombres de
personas importantes.
Ni te acordás de sus cortas confesiones (o te acordás de algunas, pero
solamente un poco…), esas que te hizo con la garganta apretada y un miedo
terrible de que no la entendieras o no te importara.
- Cuando se te pase me llamás, ¿eh, loquita?
Cuando se le pase qué. Eso nunca se pasa, a veces se adormece, pero está
latente en el fondo, debajo de la risa, debajo del entusiasmo, debajo de las
espirales que dibuja la vida cotidiana.
- Algún día me vas a contar por qué lloraste.
Y si te lo tiene que contar, ¿de qué le servirá hacerlo?
Si no te diste cuenta vos solo, sin que te diga nada… si te lo tiene que decir
para que lo comprendas, para que lo sepas…, entonces…, todo lo que ella
creyó devotamente no fue más que un invento, un espejismo como
consecuencia de su enorme desierto; una mentira con la bella forma de una
flor, con el mágico perfume de una flor…, pero hecha en papel viejo, que se vuelve ceniza ni bien lo tocan los ojos.
Y bueno, que se aguante (lo pensás, ¿No es cierto?).
Se inventó siempre tantas cosas…
Se inventó, por ejemplo, un corazón grande como una casa y ahora se pasea
por su corazón como una habitación vacía… donde sólo resuena el eco de sus
pasos.

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